Llevo meses sin echar un polvo, y ha sido una
decisión consciente nacida de la resignación. He abrazado la castidad como
quien deja de ir a un bufé libre en el que solo se sirven gachas sosas y
aguadas. O mejor dicho: un restaurante en el que tienes que prepararle la
comida a tu acompañante y donde invariablemente acabas cenando gachas sosas y
aguadas (con suerte unos macarrones pasados con salsa de bote) mientras
contemplas a tu acompañante deleitándose con el solomillo a la trufa blanca con
salsa de boletus acompañado de arroz salvaje con verduritas de temporada que le
has preparado. Cuando no irrumpe en la cocina y antes de que te dé tiempo de
encender los fogones te arrincona en una esquina y te hace comer las gachas
ignorando tus sugerencias de cambios en el menú.
Para mí, el sexo y la comida son cosas muy
parecidas: ambas son necesarias para la perpetuación de la especie y ambas
pueden ser extremadamente placenteras y cargadas de significado tanto como del
todo decepcionantes y vacías o destructivas. Follar puede ser el equivalente a
embutirte de queso casi sin masticar delante de la nevera porque estás
hambrienta, deprimida o ansiosa, y también una experiencia sublime y
sorprendente, como comer en un tres estrellas Michelin, o reconfortante y llena
de amor, como cenar las croquetas que te ha mandado tu abuela en un tuper
después de haber ido a pasar el domingo con ella, que hacía tanto que no os
veíais. Y cualquier cosa entre lo uno y lo otro.
En el caso del sexo, creo yo, el problema reside
en que se nos ha inculcado la idea de que el solomillo a la trufa blanca y el
menú de tres estrellas son delicias reservadas para la pareja, para las
personas hacia las que sientes amor romántico y, por lo tanto, en cualquier
relación sexual que se salga de ese contexto, los macarrones con atún y tomate
Solís son más que suficientes. ¿Para qué esforzarse más si esa persona no es importante
para ti? Puede que una de las claves esté precisamente en eso, en el verbo
«esforzarse»: en que se busca el orgasmo, el desahogo final, sin recrearse en
el camino ni, mucho menos, en el placer ajeno. Si cuando nos acostamos con alguien
no buscamos la cercanía, el calor humano, un momento de proximidad y
entendimiento, aunque sea físico y no afectivo con otra persona, ¿para qué lo
hacemos? ¡Con lo fácil y rápido que es alcanzar el orgasmo con la masturbación!
Es algo que siempre me resulta imposible de comprender: que alguien pueda
disfrutar del sexo con una persona a la que, a todas luces le está dando igual
lo que allí ocurre o incluso le incomoda. Me recuerda a esa escena de Siete novias para siete hermanos en la
que Milly prepara una deliciosa cena casera para sus recién adquiridos cuñados
y estos se lanzan sobre la comida como una piara de cerdos hambrientos y la
engullen sin saborearla. Ya ni hablemos de esperar a que ella se siente a la mesa, darle
las gracias o elogiar su trabajo.
Y sí, ya sé que el sexo ocasional rara vez será
tan bueno como con una pareja con la que existe un vínculo afectivo y un
conocimiento mutuo de los cuerpos y las preferencias, igual que, por muy bueno
que sea el menú degustación de un tres estrellas, no me va a calentar el
corazón como el olor a picatostes de pan fritos en aceite de oliva de aquellas
mañanas de mi primera infancia en que mi padre se encontraba especialmente
cariñoso y de buen humor. Pero no dejará de ser un menú de tres estrellas.
Igual que la ratatouille que Alfredo Linguini le sirve a Anton Ego no es la
misma que la de su madre… pero todos nos hemos emocionado con esa escena,
¿verdad?
También soy consciente de que no todo el mundo es
Carme Ruscalleda, pero si voy a salir a comer fuera espero como mínimo que me
sirvan lo que he pedido, que me escuchen cuando les comento mis alergias y que
los platos estén cocinados con mimo y un mínimo de dedicación. Para ir al bufé
de las gachas, me quedo en casa, que me salen unas lentejas que levantan a los
muertos. Y puedo repetir todas las veces que quiera.