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9 de enero de 2013

Carbón negro, del que mancha

Aquí os dejo un relato navideño y nostálgico para despedir las fiestas.


Tina lleva un rato despierta, pero no se atreve a salir de la cama. Su madre le ha advertido muy claramente que no puede levantarse hasta que sea de día, y por las rendijas de las persianas todavía no se cuela ninguna claridad. Tina duerme en el sofá-cama de la sala de estar y no le gusta nada, sobre todo en un día como hoy. Se imagina a su hermana y su hermano, ambos mayores que ella, cuchicheando en sus literas mientras ella se muere de impaciencia sola en la salita.
El día de Reyes es su día preferido del año. La verdad es que este es el cuarto que ha vivido y de los dos primeros no se acuerda, pero a ella le parece sensacional. Lleva muchos días siendo muy, muy buena; desde que su madre le ayudó a escribir la carta, porque ella todavía no lo hace muy bien y tardaba mucho. Ha sido muy buena porque sabe lo que los Reyes les tienen reservado a las niñas malas y revoltosas: carbón negro, del que mancha. Y ella no quiere carbón; ella quiere el tiovivo de las Barriguitas, un cuento de la abeja Maya y una película del Cinexin. En realidad el Cinexin es de su hermano, pero sus padres siempre les mandan compartir los juguetes, así que puede jugar con él cuando quiera, si no lo está usando su hermano. Pero aunque ha sido buena desde lo de la carta, Tina está preocupada. Está preocupada porque sabe que en el fondo ha sido mala. No estos días, sino antes. Se ha peleado con sus hermanos muchas veces, y ha cogido galletas de la caja de la despensa, y ha saltado en el sofá, y ha hecho enfadar a mamá, y ha cogido cosas del suelo, y a una niña que quería jugar con ella en el parque le ha dicho, no sabe por qué, que se llamaba Susana; y eso es decir mentiras. ¿Y si los Reyes no le traen nada? Ellos son magos y lo saben todo.

La puerta de la salita se abre un poquito y por la rendija aparecen las caras de sus hermanos.
—¡Tina, arriba, que ya es por la mañana! —con tanto pensar se le ha hecho de día y ni se ha dado cuenta.

—¡Ya estoy despierta desde hace mucho rato! —protesta.
—Vamos a despertar a papá y a mamá.

En casa de Tina hay una tradición del día de Reyes: sus hermanos y ella despiertan a sus padres saltando sobre su cama y luego empieza la búsqueda de los regalos. A los Reyes les gusta esconder los paquetes por toda la casa, para que los niños tengan que buscarlos. Tina mira primero debajo del árbol de Navidad, pero cuando llega corriendo a la entrada no puede creerse lo que ven sus ojos. «¡Mamá, mamá! ¡Ven, corre!», grita. Cuando llega su madre, y con ella el resto de la familia, a Tina se le arruga la barbilla y se le llenan los ojos de lágrimas.
—¡Nos han traído carbón! —se lamenta, señalando una especie de piedras negras que han aparecido al pie del árbol.
—A ver, ¿pero cómo va ser eso posible? —Tina está tan disgustada que no advierte la media sonrisilla de su madre—. Pero mujer, ¿no te das cuenta de que esto no es carbón?
—¡Es carbón negro, del que mancha! —solloza Tina, inconsolable.
—¡Que no! ¿No ves que es carbón de azúcar? Es para comérselo.
Tina se sorbe la nariz y mira a sus padres con una mezcla de esperanza e incredulidad.
—¿Es para comérselo?
—¡Claro, tontita! —su padre arranca un trozo y se lo da a comer. Tina sonríe.
—¡Pues me voy a buscar los regalos!

Imagen prestada de aquí.

 Tina echa a correr con el trozo de carbón de azúcar en la mano y mira debajo de la mecedora de la salita, donde no hay nada. Tampoco hay nada en el armarito de las toallas, ni debajo de la cama de sus padres, ni detrás de los sofás del salón. Ni siquiera en el mueble-bar. Su hermana y su hermano también corren desesperados de una habitación a otra, pero tampoco encuentran nada. Los padres, entre risas, los animan («¡Venga, que alguno tiene que aparecer!», «¿Seguro que estáis mirando bien?») y también les toman un poco el pelo («A ver si iba a tener razón Tina y no os han traído más que carbón...», «¿Vosotros creéis que habréis sido bastante buenos?»). A Tina no le hacen ninguna gracias los chistes de sus padres, no entiende por qué se toman a broma una cosa tan seria como aquella. Al cabo de un rato buscando —nada en el horno, nada la mesilla de noche, ni rastro en la nevera— las bromas de los padres empiezan a acabarse y en la cara se les pone un cierto aire de preocupación. Intentan darles consejos para la caza, pero los niños están desconsolados y deciden rendirse: está claro que han sido tan malos que nos les han traído nada. Tina llora tanto que su cuerpecillo se sacude por el hipo y los sollozos en los brazos de su madre. Sus hermanos hacen pucheros, tirados boca abajo en la cama.
—A ver, a ver, no hay que ponerse nerviosos —papá entra en la habitación y le echa a mamá una mirada cómplice que ninguno de sus hijos capta, demasiado ocupados como están en restregarse los ojos y regodearse en su miseria—. Yo creo que lo que pasa es que no estáis buscando organizadamente. Vamos a ir habitación por habitación, mirando en todos los rincones. ¡Venga, venid conmigo!
La iniciativa no tiene mucho éxito al principio, parece que no hay manera de sacar a los niños de su desesperación, pero con un poco de insistencia, el padre los convence para empezar por el salón. Y entonces, ¡milagro!, los regalos empiezan a aparecer. El tiovivo de las barriguitas, el cuento de la abeja Maya, la película del Cinexin y también los regalos de su hermana y su hermano. Tina está tan contenta que ya se le ha olvidado el disgusto de unos momentos atrás. Sentada con su familia en la cama de sus padres, rodeada de papel de colores rasgado, de lazos y cintas y cajas de juguetes, Tina es la niña de cuatro años más feliz del mundo. Su madre la coge en brazos y se la sienta en el regazo, para montar el tiovivo entre las dos.
—¿Sabes una cosa, mami?
—¿Qué?
—Pues que yo creo que los Reyes nos estaban espiando y al vernos tan tristes, les hemos dado pena y han decidido darnos otra oportunidad.
—¡No me digas! ¿Y por qué lo crees?
—Pues porque mi tiovivo estaba debajo de la mecedora y ese era el primer sitio donde había mirado. ¡Ha sido magia, mami!
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