Andrea se estira y tantea la mesilla de noche hasta encontrar el móvil y
apaga la alarma. Solo con sacar el brazo de entre las sábanas ya se da cuenta
de que la casa está helada y desea con todas sus fuerzas poder quedarse acurrucadita
bajo el nórdico, pero la urgente necesidad de vaciar la vejiga la obliga a
sacudirse la pereza y saltar de la cama. Sentada en el váter, observa la
báscula con aprensión. Es sábado y le toca pesarse. La báscula le devuelve la
mirada con su único ojo, tan redondo, que se ilumina en rojo o en verde según
tenga que darle malas o buenas noticias. Esta semana se ha saltado la dieta y
se teme lo peor. No quiere subirse, pero se sube. Luz roja, era de esperar. 94,200.
Trescientos gramos más. «Empezamos bien el fin de semana.» Se da una ducha, se
seca el pelo, se pinta el ojo, se viste, se mira en el espejo y no se gusta ni
tantito así. Cierra la puerta del armario para apartar la horrible visión de
sus michelines y sus mofletes en el espejo y se dirige a la cocina a coger el
carrito de la compra.
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En la frutería de Domingo hay cola, pero no le importa, le gusta estar
allí. Ha intentado convencerse a sí misma de que la idea de estarse enamorando
de su frutero es completamente absurda, pero en el fondo sabe que no, que está
coladita por sus huesos. Por sus huesos, por su pelo negro, por sus manos
fuertes, por su espalda ancha y por sus ojos verdes que se le clavan como si
supieran lo que está pensando. Trata de no mirarlo demasiado mientras escoge
los tomates y los va metiendo en una bolsa uno a uno, agarrándolos con
delicadeza y mesurándolos al tiempo que los mete en una bolsa. A veces se para
un segundo y devuelve uno al montón. Andrea hace un esfuerzo por no imaginarse
esas manos dedicadas a otras tareas, sobre todo porque cuando se las imagina,
esas manos se deslizan por sus michelines y entonces la fantasía se va al
traste. Domingo levanta la cabeza y la ve. Sonríe.
—Buenos días, Andrea. ¡Qué guapa vienes hoy! ¿Vas a mocear?
Andrea se ríe.
—A mocear voy a ir… a la compra, como siempre.
—Te tengo guardados unos caquis que se te va a hacer la boca agua —Andrea
recuerda «ni plátanos, ni uvas, ni frutas tropicales» y se dice que le da
igual, que si Domingo le ha guardado unos caquis, se los piensa comer aunque el
sábado que viene suba otros trescientos gramos—. Ahora mismito te atiendo.
—No hay prisa.
Remueve con cuidado el café, con leche desnatada y sacarina, para que no
se deshaga la espuma y se enciende un cigarrillo. Ángeles extiende la mano para
que le pase el mechero cuando termine.
—Eres boba. Boba perdida.
—Mira que eres pesada, Geles —da una calada rápida y suelta el humo antes
de seguir—. Para empezar, no tiene el más mínimo interés en mí y para seguir,
no le digo nada ni muerta. Porque me va a decir que no y luego, encima, voy a
tener que cambiar de frutería, con la fruta tan buena que tiene.
—Claro, que es por eso. Porque no puedes vivir sin sus melocotones.
—Pues no es por eso, pero también. Y no hagas ningún chiste obsceno con
el género, que te conozco.
Geles se ríe.
—Y hablando del temita, ¿no me enseñas el dormitorio nuevo?
—¡Ay, claro! ¡Se me había olvidado!
Andrea se levanta y acompaña a Geles hasta su habitación.
—¿Te gusta?
—¡Me encanta! El cabezal de la cama es una maravilla. Queda preciosa la
forja pintada de blanco contra el color de la pared. ¿Sabes a quién le iba a
encantar?
—¿A quién?
—A Domingo, tienes que enseñársela un día.
—Vete a la porra
La semana en el trabajo ha sido de
las que impelen al suicidio. El servidor se ha caído cuatro veces, han perdido
la licitación para la web de turismo de la Comunidad y encima se ha tenido que comer un
montón de horas extras que no va a cobrar solucionando marrones que no ha
causado ella. Pero es viernes, están a punto de dar las seis y media y no piensa
quedarse ni un solo minuto más en la oficina. Apaga el ordenador, coge el bolso
y el abrigo y está a punto de salir cuando le suena el móvil.
—Buenas tardes —la voz, con un cierto aire secretarial, le es
desconocida— ¿Podría hablar con Andrea Rincón?
—Sí, soy yo.
—La llamo de Muebles Troncoso. ¿Usted compró el mes pasado un conjunto de
cama de matrimonio, mesillas de noche, cajonera, librería y galán?
—Pues sí. ¿Hay algún problema?
—No, no. La llamo para comunicarle que ha resultado ganadora de nuestro gran
sorteo. Le ha tocado un viaje a Japón para dos personas.
—¡¿Qué me dice?! ¿En serio?
—Completamente en serio. Puede pasar por la tienda a recoger la
documentación cuando desee. Ya sabe que nuestro horario es de diez de la mañana
a dos de la tarde y de cuatro y media a ocho y media.
—¡Muchísimas gracias! Iré esta misma tarde.
Cuelga el teléfono y llama a Geles inmediatamente.
—Tía, no te lo vas a creer. ¡Nos vamos a Japón!
Domingo está solo en la frutería y aprovecha para poner un poco de orden
y reponer el género. Andrea lo observa desde lejos. Está tan ensimismado que no
hay peligro de que la descubra. Es guapo, muy guapo, pero en realidad no es eso
lo que más le gusta de él. Por supuesto que se fijó primero en su belleza,
saltaba a la vista, pero lo que más le atrae es su amabilidad y su alegría. Por
mucha cola que haya o por muy apurado que esté siempre tiene para cada cliente
una palabra amable, una sonrisa, una receta o una broma. Es simpático, pero no al
estilo de esos vendedores chistosillos que se creen muy graciosos y en realidad
son unos pesados. Domingo tiene ese sentido del humor rápido e inteligente que
tanto le gusta y que le cambia el ánimo por muy abatida que esté. Claro que hoy
no es uno de esos días. Hoy está pletórica. El lunes por la mañana Geles y ella
se marchan a Japón y, por si fuera poco, aquella mañana la báscula le ha hecho
un guiño en verde: kilo y medio menos. Al fin ha bajado de los noventa. Pero la
verdad es que está tan contenta que casi le hubiera dado igual haber subido un
poquito.
Con un cierto sentimiento de culpa se imagina en el aeropuerto,
esperando, no a Geles, sino a Domingo. Él llega corriendo, con una bolsa de
viaje al hombro, y le da un beso de esos que se dan en los aeropuertos las
parejas de las películas. A lo mejor Geles tiene razón y debería de animarse y
decirle algo. Pero no, ni siquiera la euforia del viaje la hace ser tan ilusa.
Quizá cuando baje diez o quince kilos… Aparta la idea de su mente y se acerca
hasta el mostrador.
—Hola, chico guapo —se sorprende de su propia osadía.
—Hola, chica guapa —él responde con una sonrisa—. ¿Qué horas son estas de
venir? ¿No te da vergüenza, tenerme toda la mañana esperando?
—Es que hoy he estado muy atareada.
—¿Y eso?
—Porque el lunes me voy de viaje con una amiga.
—¡Mírala qué bandida! ¿Y a dónde?
—A Japón. Me ha tocado el viaje en un sorteo.
—¡No me digas! Qué suerte, me corroe la envidia. ¿Cuántos días os vais?
—Dos semanas, aunque con los vuelos tan largos solo estaremos allí once
días, que tampoco está mal.
—¿Me estás diciendo que me voy a pasar quince días sin verte? Tu crueldad
no tiene límites.
Andrea se ríe. Sabe que aquello no es más que amabilidad, pero le gusta
escucharlo.
—Bueno, te traeré un regalito para compensarte.
—No esperaba menos. A ver, dime, ¿qué te pongo?
El avión da un salto y se le abren los ojos. No sabe ni qué día es, de la
hora ya ni hablar. Geles, a su lado, duerme como una bendita. Han hecho en
París una escala de 12 horas que han aprovechado para visitarlo. Era la primera
vez que pisaba Francia y, pese al frío y la llovizna de finales de marzo, se ha
enamorado de la ciudad. Le han sacado el máximo partido posible al día, pero
ahora lo está pagando. Al subir al avión estaba rendida, pero le dolían tanto
los pies que cuando un auxiliar de vuelo se llevó su bandeja de la cena le costó
un mundo dormirse, pese a que se puso una película especialmente aburrida (que
ya había visto) para ayudarse a conciliar el sueño.
Levanta un poco la persiana de su ventanilla y descubre que el cielo arde
en un delirio de rosas, naranjas y rojos que se refleja en una inmaculada
alfombra de nubes. Los amaneceres en los aviones siempre le han parecido impresionantes
y resulta casi inconcebible que muchos cientos de metros más abajo, algún lugar
del mundo se despierte a un día lóbrego y gris, probablemente lluvioso. Enciende
la pantallita de su asiento y ve en el mapa del GPS que todavía les quedan más
de seis horas de vuelo. Suspira, se da la vuelta, se acomoda lo mejor posible
en el asiento e intenta dormir.
Andrea se deja caer en la cama y se sobresalta al notar lo mucho que
tarda su cuerpo en tocar el colchón. Les han reservado habitación en un
precioso hotel tradicional y la cama no se levanta ni dos palmos del suelo. Geles
se derrumba a su lado. Están agotadas del viaje, aunque se han pasado gran parte
durmiendo.
—No puedo con la vida —la voz de Geles suena como si acabase de
despertarse con la peor resaca de la historia—. Ya sé que solo tenemos once
días, pero yo necesito descansar un rato.
—Iba a decirte eso mismo —Andrea se incorpora con esfuerzo—. Me doy una
ducha y me acuesto. ¿Te parece que durmamos hasta la hora de comer y luego
damos un paseo por el Parque Ueno? Creo que es la época de los cerezos en flor.
—Me parece perfecto —Geles alza un poco la voz para que su amiga la
escuche desde el baño.
—¡Eh, mira, tienen un váter de esos con calefacción y chorritos!
Le parece increíble que haya pasado ya una semana, pero a la vez tiene la
sensación de llevar allí muchísimo más tiempo. Aunque no lo haga a menudo, le
encanta viajar y, sin embargo, Japón nunca había estado entre sus prioridades.
Ahora no se lo explica. En su mente se agolpan sensaciones intensas e imágenes
espectaculares de un paseo en barca bajo millones de flores de cerezo en el
Parque Ueno; de la marea humana del cruce de Shibuya, deteniéndose y
dispersándose al ritmo que marcan las luces de los semáforos; del carnaval del
barrio de Harajuku, que no es ningún carnaval, porque esa gente se viste así de
verdad; del atardecer reflejándose en la cumbre nevada del monte Fuji desde el
tren bala; del viaje al pasado por las estrechas calles de la isla de Miyajima
bajo la lluvia; y el estremecimiento que le recorrió las entrañas al contemplar
Hiroshima desde su castillo (destruido en 1945, reconstruido en 1958), y al
visitar el cenotafio del Parque de la
Paz, monumento a las víctimas o al horror y la estupidez
humana. Geles y ella están disfrutando como nunca. El saberse a 11.000 kilómetros
de casa, donde absolutamente nadie las conoce les proporciona una sensación de
libertad inesperada y, poco a poco, han comenzado, sin proponérselo ni ponerse
de acuerdo, a probar cosas nuevas y a hacer otras a las que nunca se habían
atrevido. Empezó por tonterías, como probar el sushi (ninguna de las dos era,
hasta entonces, muy partidaria de la idea de comer pescado crudo y a las dos
les ha encantado) o cantar en un karaoke, pero poco a poco le han ido cogiendo
el gustillo. Sobre todo Geles, que la empuja y la hace saltarse continuamente
las fronteras invisibles que ella misma se había marcado, hasta el punto de
convencerla para ir a un onsen, los
baños públicos japoneses, y disfrutar, completamente desnuda y rodeada de
gente, de las aguas termales sin preocuparse de sus michelines ni de su
celulitis. Lo de hoy es, quizás, demasiado, pero ha decidido no privarse de
nada y no es momento de echarse atrás. El camarero deja el plato sobre la mesa
con una sonrisa. «Fugu sashi», dice,
y les desea buen provecho en un inglés con mucho acento.
—¿De verdad que te lo vas a comer? Mira que como te me mueras te mato.
—Pues claro que sí. No seas tonta, ¿te crees que lo sirven así al buen tuntún?
Esto tiene unos controles del gobierno tremendos, no hay ningún peligro.
Como casi todo lo que han comido desde que están allí, el plato parece
una obra de arte: finísimas lonchas translúcidas de pez globo dispuestas en
forma de flor de crisantemo. Andrea toma el pescado con los palillos y se lo
mete en la boca. Es delicioso.
—Prueba un poco, de verdad, está increíble.
—No, paso, paso. Yo con mi unagi estoy
más que contenta.
—Mejor, más para mí. Tú te lo pierdes.
Andrea disfruta de la comida, del sake y de la conversación. Geles la ha
convencido para comprarse (y ponerse) una minifalda y comprueba, sorprendida,
que no se siente mal, que no intenta taparse las piernas con la servilleta. Su
yo japonés le encanta.
—¿Qué vamos a hacer mañana en Kyoto, entonces?
—Bueno, el palacio imperial y los templos son lo más famoso de la ciudad
y, desde luego, no deberíamos dejar de verlos. Pero ya que estamos aventureras,
se me había ocurrido que podíamos hacer un descenso por el río Hozu, que está
como a veinte minutos en tren y… ¿Andrea, me estás escuchando? ¿Qué haces con
la boca?
—No sé, me noto algo raro, como que se me duermen los labios.
—Ja, ja, ja, muy graciosa.
—No, en serio, noto como cuando te tomas una pastilla de esas para la
garganta que tienen un poco de anestésico.
—Estás de coña, ¿no?
—No, no, es totalmente en serio.
La mano de Geles se levanta como un resorte y el amable camarero acude
enseguida, con una sonrisa en los labios que se le borra igual de rápido cuando
Andrea le explica lo que le pasa.
Cuando llega la ambulancia ya le está empezando a doler la cabeza, se
marea y le falta el aire. La cara de pánico de Geles no le ayuda a dominar el
suyo, pero lo intenta. Al entrar en urgencias tiene todo el cuerpo dormido y
respirar se le hace cada vez más difícil, pese a la máscara de oxígeno. La
rodea gente con bata blanca que habla japonés y cuando quiere darse cuenta se
la están llevando por un largo pasillo y Geles se queda atrás, en una gran sala
de espera con cara de angustia y tristeza absolutas. Antes de desaparecer tras
una puerta batiente de doble hoja que se abre a golpe de camilla intenta
gritarle que no se preocupe pero descubre, aterrada, que no puede hablar.
El lavado de estómago no ha sido tan desagradable como se imaginaba;
apenas ha sentido nada. El carbón activo le ha costado tragarlo; tenía la
garganta completamente dormida. El tubo de la máquina de ventilación mecánica
ya ni lo nota. «Voy a morirme aquí. Voy a morirme en el quinto pino rodeada de
desconocidos y a matar a Geles del trauma. Y encima me voy a morir por idiota,
por ir de guay.» Se le cae una lágrima y Geles se la seca con el dorso de la
mano. Ella también llora. La médica les ha explicado en inglés que la tetrodotoxina
del fugu paraliza los músculos, pero
no llega a afectar al cerebro, así que no se pierde la consciencia. «Hasta el
final», pensó Andrea. El final. Les han dicho que si pasa las primeras
veinticuatro horas se recuperará completamente, lo que no les han contado es
cuántos las superan.
—No llores, tonta, que me haces llorar a mí. Te vas a poner bien, ya lo
verás. No me puedes hacer volver sola, que ya sabes que no me gusta volar. Mira
que eres mala amiga.
Si pudiese sonreír, sonreiría.
Geles habla y habla, intentando animarla, intentando provocar algún tipo
de reacción. Y ella lo escucha todo, pero no puede responder. Pasan las horas y
Geles se queda sin nada que decir. El silencio va cayendo sobre la habitación y
lo único que se escucha es el sonido rítmico de la máquina de ventilación y el
bip que va marcando sus débiles pulsaciones. Andrea lamenta su temeridad, pero
siente mucho más todo lo que se va a perder. Le gustaba tanto su yo japonés que
estaba decidida a llevárselo de vuelta a casa. Había pensado en hacer un gran
viaje al año, con Geles o con quien fuera; volver a la piscina, aunque le diera
vergüenza ponerse en bañador; y apuntarse a bailes de salón, aunque no tuviese
pareja. Quería cantarle las cuarenta a su jefa y dejar de tragarse marrones con
la cabeza baja y una sonrisa; dejar de huir del conflicto. Hasta se había
planteado invitar a cenar a Domingo. Ante la certeza, la casi certeza de la
muerte todo aquello —la vergüenza, el miedo al ridículo— le parece tan absurdo…
No hay nada peor que morirte antes de los treinta y darte cuenta de que no has
vivido. Quiere luchar, pero no sabe cómo y está tan cansada…
Geles grita «¡Andrea, Andrea, despierta! ¡Por tu madre, no te me mueras!»
y la sacude con toda su fuerza. Andrea abre los ojos y siente que su amiga se
derrumba sobre ella, deshecha en sollozos. «¡La madre que te parió, no te me
vuelvas a dormir!»
—No he podido evitarlo.
Ni siquiera se da cuenta de que lo ha dicho en alto hasta que Geles se
incorpora como un resorte y entre risas y más lágrimas llama a gritos «Nurse, nurse!».
Andrea se estira y tantea la mesilla de noche hasta encontrar el móvil y
apaga la alarma. El sol se cuela por las rendijas de las persianas y le pinta motitas
de luz en la cara. Desea con todas sus fuerzas acurrucarse otro ratito entre
las sábanas, pero le revienta la vejiga. Sentada en el váter, observa la
báscula y piensa: «Ahí te quedas, chata». Se da una ducha, se seca el pelo, se
pinta el ojo, se viste y se echa a la calle.
—¡Hombre, japonesa! ¿Dónde te habías metido?
La sonrisa de Domingo le parece más luminosa que nunca.
—Me lié un poco en Japón, un día de estos te cuento.
—¡Huy, qué misteriosa! Pues nada, nada, dime qué te doy.
—Hoy te traigo una cosa yo a ti —le acerca el paquete, con un kimono de
seda cuidadosamente envuelto, por encima del mostrador y él le roza la mano al
cogerlo.
—Te has pasado tres pueblos. No tenías que traerme nada.
—Ya lo sé, pero me apetecía. Últimamente hago mucho más las cosas que me
apetecen. Y me encanta.
—¿Pero qué te han dado en Japón?
—Si yo te contara… Y hablando de apetecer, ¿te apetece que cenemos esta
noche?
—Me apetece mucho. ¿Hace un sushi?
—No, sushi no, por favor.
Me ha encantado
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