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23 de noviembre de 2019

Comer y follar


Llevo meses sin echar un polvo, y ha sido una decisión consciente nacida de la resignación. He abrazado la castidad como quien deja de ir a un bufé libre en el que solo se sirven gachas sosas y aguadas. O mejor dicho: un restaurante en el que tienes que prepararle la comida a tu acompañante y donde invariablemente acabas cenando gachas sosas y aguadas (con suerte unos macarrones pasados con salsa de bote) mientras contemplas a tu acompañante deleitándose con el solomillo a la trufa blanca con salsa de boletus acompañado de arroz salvaje con verduritas de temporada que le has preparado. Cuando no irrumpe en la cocina y antes de que te dé tiempo de encender los fogones te arrincona en una esquina y te hace comer las gachas ignorando tus sugerencias de cambios en el menú.

Para mí, el sexo y la comida son cosas muy parecidas: ambas son necesarias para la perpetuación de la especie y ambas pueden ser extremadamente placenteras y cargadas de significado tanto como del todo decepcionantes y vacías o destructivas. Follar puede ser el equivalente a embutirte de queso casi sin masticar delante de la nevera porque estás hambrienta, deprimida o ansiosa, y también una experiencia sublime y sorprendente, como comer en un tres estrellas Michelin, o reconfortante y llena de amor, como cenar las croquetas que te ha mandado tu abuela en un tuper después de haber ido a pasar el domingo con ella, que hacía tanto que no os veíais. Y cualquier cosa entre lo uno y lo otro.

En el caso del sexo, creo yo, el problema reside en que se nos ha inculcado la idea de que el solomillo a la trufa blanca y el menú de tres estrellas son delicias reservadas para la pareja, para las personas hacia las que sientes amor romántico y, por lo tanto, en cualquier relación sexual que se salga de ese contexto, los macarrones con atún y tomate Solís son más que suficientes. ¿Para qué esforzarse más si esa persona no es importante para ti? Puede que una de las claves esté precisamente en eso, en el verbo «esforzarse»: en que se busca el orgasmo, el desahogo final, sin recrearse en el camino ni, mucho menos, en el placer ajeno. Si cuando nos acostamos con alguien no buscamos la cercanía, el calor humano, un momento de proximidad y entendimiento, aunque sea físico y no afectivo con otra persona, ¿para qué lo hacemos? ¡Con lo fácil y rápido que es alcanzar el orgasmo con la masturbación! Es algo que siempre me resulta imposible de comprender: que alguien pueda disfrutar del sexo con una persona a la que, a todas luces le está dando igual lo que allí ocurre o incluso le incomoda. Me recuerda a esa escena de Siete novias para siete hermanos en la que Milly prepara una deliciosa cena casera para sus recién adquiridos cuñados y estos se lanzan sobre la comida como una piara de cerdos hambrientos y la engullen sin saborearla. Ya ni hablemos de esperar a que ella se siente a la mesa, darle las gracias o elogiar su trabajo.





Y sí, ya sé que el sexo ocasional rara vez será tan bueno como con una pareja con la que existe un vínculo afectivo y un conocimiento mutuo de los cuerpos y las preferencias, igual que, por muy bueno que sea el menú degustación de un tres estrellas, no me va a calentar el corazón como el olor a picatostes de pan fritos en aceite de oliva de aquellas mañanas de mi primera infancia en que mi padre se encontraba especialmente cariñoso y de buen humor. Pero no dejará de ser un menú de tres estrellas. Igual que la ratatouille que Alfredo Linguini le sirve a Anton Ego no es la misma que la de su madre… pero todos nos hemos emocionado con esa escena, ¿verdad?

También soy consciente de que no todo el mundo es Carme Ruscalleda, pero si voy a salir a comer fuera espero como mínimo que me sirvan lo que he pedido, que me escuchen cuando les comento mis alergias y que los platos estén cocinados con mimo y un mínimo de dedicación. Para ir al bufé de las gachas, me quedo en casa, que me salen unas lentejas que levantan a los muertos. Y puedo repetir todas las veces que quiera.

6 de septiembre de 2019

Aeropuerto

Advertencia de la autora: este relato es erótico y contiene descripciones muy explícitas que pueden no ser del gusto de algunas personas.

Recogió el ticket y lo dejó en el salpicadero. La barrera se abrió, franqueándole la entrada. Echó un vistazo fugaz al reloj mientras recorría el aparcamiento buscando el rincón más apartado. Era muy temprano y a esas horas no había casi nadie en el aeropuerto, pero más valía prevenir. Por fin aparcó en la esquina más alejada de la entrada a la terminal, en la última planta, entre una pared y una furgoneta grande que tenía pinta de llevar allí varios días. Más intimidad no se podía tener en un sitio como aquel. Se quitó el tanga y lo guardó en la guantera, sonriendo con malicia al imaginar la reacción de David al descubrir que no llevaba ropa interior. Luego se lo pensó mejor y se lo metió en un bolsillo. Por último, movió los asientos delanteros tan hacia delante como era posible, echó una mirada analítica al espacio que quedaba atrás y se dio por satisfecha. «Tendrá que valer», pensó y se dirigió hacia la terminal, seguida del tac, tac, tac de sus tacones resonando en el aparcamiento vacío.

Foto de artur84, en freedigitalphotos


Los monitores de la zona de llegadas anunciaban que el vuelo estaba aterrizando y a los pocos minutos empezó a salir gente. La mezcla de impaciencia y excitación empezaba a hacérsele insoportable cuando se abrieron las puertas automáticas y apareció David. Estaba moreno, muy guapo. La buscaba con la mirada y cuando la encontró le dedicó una sonrisa que se le enganchó en las entrañas. Quiso salir corriendo y abrazarlo, pero se contuvo para darle tiempo de verla bien mientras se acercaba y que la desease más. Funcionó. David soltó la maleta, le rodeó la cintura y la besó como si no hubiera nadie en la terminal.
—Holaaaa —dijo, agarrándole el culo con una mano.
—Vámonos de aquí. —Ana no tenía tiempo para saludos.
De camino al ascensor, aprovechó para deslizar en la mano de David el contenido de su bolsillo.
—¿Qué es esto?
—Un regalito. —La respuesta llegó a la vez que el ascensor.
David abrió el puño para ver la prenda de encaje blanco y no le dio tiempo a que se cerrasen las puertas: la empujó contra la pared y comenzó a besarla mientras le metía la mano debajo del vestido.
—Estás empapada…
—Te echaba de menos.
—¡Qué hambre me das!

Recorrieron la distancia hasta el coche a buen paso, las manos buscando los rincones del otro cuerpo. Él la apoyó contra el lateral del coche y se perdió en su escote. Mordiendo, lamiendo, chupando. Ella le soltó el botón de los pantalones, metió la mano dentro del calzoncillo, buscando su erección, y la agarró con firmeza.
—¡Uf! Te echaba de menos.
—¡Ven aquí! —Sin dejar de besarla, David abrió la puerta y la tumbó en el asiento, cerró tras de sí y se colocó entre sus piernas.
Ana se bajó los tirantes del vestido y del sujetador, aunque ya tenía un pecho descubierto.
—Quítate la camiseta y métemela ahora mismo. Quiero sentir como entra.
Obedeció gustoso. Le separó los labios mientras rozaba el clítoris con el pulgar e introdujo el pene, duro como una piedra, poco a poco, notando como la llenaba y como se estremecía su cuerpo con el contacto. Se inclinó sobre ella y comenzó a moverse. Quería controlarse, marcar un ritmo lento, pero fue incapaz. Ella lo animaba con su mirada de deseo, sus movimientos y sus palabras.
—Fóllame, por favor. Fóllame fuerte. —Y empujaba con las caderas contra las de él—. Quiero correrme ahora mismo. —Y le llenaba la boca con su lengua—. Cómeme, muérdeme. —Y se tocaba el clítoris en una caricia casi furiosa—. ¡Cómo me follas, David, me voy a desmayar aquí mismo!
La respiración de Ana se hizo más profunda, convirtiéndose en un jadeo, y su cuerpo comenzó a tensarse. David sintió en el pene las contracciones del orgasmo de su novia, y sus uñas clavándosele en la espalda. Ana echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados y dejó escapar un gemido largo y grave. David no pudo resistirse a sus pechos y los mordió, empujando con su pelvis hasta el fondo, pese a sus súplicas.
—Por favor, no puedo más, me voy a morir.
—No te mueres —le susurró al oído sin dejar de moverse—. Aguanta un poco.
El segundo orgasmo la sacudió como una descarga eléctrica y se revolvió bajo el peso de David, perdido por completo el control. Él la sujetó por las caderas, sintiendo su propio orgasmo aproximarse.
—Dime dónde lo quieres.
—Dentro —gimió Ana, casi incapaz de hablar.
David se dejó ir, empujando contra el cuerpo de ella, besándola con todas las ansias de los meses de ausencia, sintiendo sus pechos contra el suyo. Se quedó ahí un momento, sin pensar en nada, solo disfrutando el contacto del cuerpo de Ana y besándola suavemente.
—Vámonos a casa —dijo al fin.

10 de diciembre de 2017

Consenso

Advertencia de la autora: este relato es erótico y contiene descripciones muy explícitas que pueden no ser del gusto de algunas personas.

—No te pareces demasiado a la foto de Tinder. Eres mucho más guapo al natural.
—¡Vaya! La primera parte ya me la he encontrado más veces, la segunda me ha pillado un poco a traspié. ¡Muchas gracias, muy amable!
El hielo del segundo mojito se había derretido ya de puro aburrimiento mientras las once se les habían convertido en las doce y las doce en la una, y el bar se había ido quedando vacío.
—O nos pedimos otra o nos echan de aquí. —El camarero apareció de la trastienda con una fregona—. Vaya, me parece que acaban de decidir por nosotros.
En la calle hacía frío y se arrebujaron dentro de los abrigos, un poco sin saber bien qué hacer. Él se lanzó:
—Se ha hecho tarde, ¿quieres que te acompañe a casa?
Mucho.
Ella no vivía lejos: en diez minutos a paso perezoso habían liquidado el asunto.
—¿Te apetece pasar a tomar la última?
Claro.
—Pues no tengo una gota de alcohol en casa —dejó escapar una carcajada ante la cara de estupor de él—. Llevo toda la noche muriéndome de ganas de darte un beso.
¡Pues no se hable más!
Se besaron en el portal como dos adolescentes, acariciándose por encima de la ropa.
—Vamos arriba, que todavía nos aparece un vecino.
Lo tomó de la mano y subió las escaleras delante de él. No es que le diera igual que le mirase el culo, es que lo había hecho a propósito para que se lo mirase. Él la emprendió a mordiscos en el cuello mientras ella metía la llave en la cerradura. La puerta del apartamento daba directamente al salón con cocina americana.
—¿Qué tomas?
¿La puerta del dormitorio podría ser?
Podría.
Las botas y los abrigos no pasaron de la entrada. Mientras se besaban, él le deslizó las manos por debajo de la blusa y recorrió la espalda hacia arriba, buscando el cierre del sujetador que, por supuesto, se le resistió. Su técnica no había mejorado demasiado desde los noventa.
¿Me echas una mano con esto?
Ella sonrió y soltó el broche en un gesto mecánico y veloz que ejecutó con una sola mano, sin dejar de acariciarle con la otra el vello del torso ya desnudo.
—Me maravilla ese superpoder vuestro, es hipnótico. —Con cada palabra iba desabrochando un botón, desvelando los pechos medio cubiertos por un sujetador que dejaba entrever mucho más de lo que ocultaba.
—Ven aquí —dijo ella, y volvió a besarlo, aunque enseguida inició un descenso lento pero inexorable por el cuello, el pecho, el vientre—. Dime cuánto te gusta.
Mucho. Muchísimo. TODO —la o se convirtió en un gemido simultáneo a un mordisco en el hueso de la cadera.
Dime cómo te gusta.
Lo estás haciendo de maravilla.
Siguió el recorrido de su boca y sus manos, acariciando el torso mientras lamía, besaba, mordía el bajo vientre, las ingles, los muslos. Los dedos descendían por los costados y volvían a subir.
—Me estás matando.
—No te mueras todavía, que ahora viene lo mejor.
Lo empujó suavemente para que se sentara en la cama y terminó de quitarle los pantalones y los calzoncillos. Se arrodilló entre sus piernas y, mirándolo a los ojos, le dio un lametón suave y fugaz al glande. Asomó una gota que se apresuró a recoger con los labios. Apenas un roce, una caricia.
—Diooos.
—Puedes llamarme Violeta.
Le dedicó una media sonrisa burlona y, sin previo aviso, se metió el pene entero en la boca, hasta la base. Él se estremeció y se lo agradeció con una contracción involuntaria dentro de la garganta. La agarró fuerte del pelo. Ella lo miró y negó con la cabeza sin dejar de hacer lo que estaba haciendo. El agarre se convirtió en caricia. Ella se retiró y empezó a lamer la polla y a frotarla con los labios mientras masajeaba los testículos con firmeza, empujándolos hacia arriba. Apretaba el capullo entre los labios, lo acariciaba con la lengua. Se entretuvo un rato lamiendo y chupando los testículos y su boca fue derivando hacia el perineo.
¿Sí?
¡Sí!
Separó las nalgas y besó el ano. Lo lamió, lo succionó. Él empezó a tocarse mientras ella se entregaba con entusiasmo a la tarea. Lo acarició con el pulgar e hizo un poco de presión. Notó que él se tensaba.
¿Más?
Lo pensó un segundo antes de responder:
Mejor no.
Aflojó la presión, que volvió a convertirse en masaje y con la mano libre cogió la de que él estaba usando para masturbarse.
—Anda, no seas egoísta, déjame un poco.
Él se rió y apartó la mano mientras ella volvía a metérsela entera en la boca despacito, recreándose en el placer de él.
Dame caña.
No se hizo de rogar. Agarró la erección con fuerza y empezó a acariciarla arriba y abajo, al ritmo de los movimientos de su cabeza. La lengua subía y bajaba dentro de la boca, empujando, recorriendo toda su longitud, acariciando el glande. Aumentó la presión y la velocidad al notar como se le aceleraba a él la respiración, el movimiento casi involuntario de sus caderas.
Para, por dios, no quiero correrme así. Quiero que me montes.
Abrió el cajón de la mesilla y sacó un condón. Se lo colocó mirándolo a los ojos, muerta de puro deseo.
—Túmbate en la cama.
Él obedeció y ella gateó hacia él. Le pasó una pierna por encima para colocarse a horcajadas y comenzó a frotar su sexo contra el de él. Le tomó las manos y se las puso en los pechos.
—¿Quieres que te folle?
—Quiero que me folles.
—Dímelo otra vez.
—Quiero que me folles.
—Pídemelo.
—Fóllame por favor.
Se puso en cuclillas, se colocó el capullo entre los labios y empezó a moverse muy despacio, muy suave, apenas incrementando el ritmo y la profundidad.
—Por favoOOOOOOH —Violeta dejó caer todo su peso sobre el cuerpo de él y empezó a cabalgarlo con movimientos largos y cada vez más rápidos. Notó como se tensaba bajo su cuerpo y aumentó el ritmo al máximo que podía soportar. El orgasmo no tardó en llegar. Él eyaculó empujando con las caderas contra las suyas y enterrando la cara entre sus pechos, y permaneció así unos instantes.
—No te ha dado tiempo, ¿verdad?
—No, pero no te preocupes, que ahora me vas a comer el coño como si lo fueran a prohibir.
A sus órdenes

29 de enero de 2017

Adopta una autora: Johanna Reiss (I)



Tenía unos ocho años cuando entró en mi casa (no sé bien cómo) La habitación de arriba, de Johanna Reiss. Yo era una lectora empedernida, un auténtico ratón de biblioteca, y me leía todo lo que caía en mis manos, así que lo devoré. Lo devoré y puedo decir sin faltar a la verdad que es uno de los libros que me cambió la vida. Sí, a los ocho años. La historia de Annie y su hermana —dos niñas judías holandesas que pasan tres años escondidas de los nazis en una habitación— me caló tan hondo que durante meses me dediqué a buscar y leer compulsivamente libros ambientados en la II Guerra Mundial y así llegaron El pájaro amarillo, Charcos en el camino, Cuando Hitler robó el conejo rosa y tantos otros. Claro que había oído hablar de los nazis y de Hitler, pero apenas sabía de ellos otra cosa que eran la encarnación del mal, y creo firmemente que esas lecturas de mi infancia contribuyeron en una medida enorme a conformar a la adulta que soy. Y todo empezó con La habitación de arriba.

Imagen prestada de Tubantia

Por eso, cuando descubrí en Twitter la fabulosa iniciativa #AdoptaUnaAutora decidí adoptar a Johanna. No es una autora prolífica (solo ha publicado cuatro libros) pero para mí ha sido tan importante que creo que este pequeño homenaje es lo mínimo que le debo.

Hablar de la vida de Johanna Reiss (de soltera, Johanna de Leeuw) y de su obra es prácticamente lo mismo, pues sus cuatro libros son autobiográficos. Se la ha comparado con frecuencia con Anna Frank: ambas judías, ambas holandesas, ambas pasaron una parte importante de la adolescencia escondidas en una habitación a causa de la invasión nazi… Afortunadamente para Annie, que así la llamaban de niña, su historia tiene un final muy distinto.

¡Pero no nos adelantemos! En esta primera entrada solo quería presentárosla, hablaros de lo importante que ha sido para mí su primera obra, y, por supuesto, recomendaros su lectura, porque La habitación de arriba es uno de esos libros que, aunque están escritos para niños o jóvenes, cualquier adulto puede leer con placer y aprovechamiento. Creo que os conmoverá. En la próxima entrada os hablaré de él más en profundidad.

23 de marzo de 2014

Un pez globo y una báscula



Andrea se estira y tantea la mesilla de noche hasta encontrar el móvil y apaga la alarma. Solo con sacar el brazo de entre las sábanas ya se da cuenta de que la casa está helada y desea con todas sus fuerzas poder quedarse acurrucadita bajo el nórdico, pero la urgente necesidad de vaciar la vejiga la obliga a sacudirse la pereza y saltar de la cama. Sentada en el váter, observa la báscula con aprensión. Es sábado y le toca pesarse. La báscula le devuelve la mirada con su único ojo, tan redondo, que se ilumina en rojo o en verde según tenga que darle malas o buenas noticias. Esta semana se ha saltado la dieta y se teme lo peor. No quiere subirse, pero se sube. Luz roja, era de esperar. 94,200. Trescientos gramos más. «Empezamos bien el fin de semana.» Se da una ducha, se seca el pelo, se pinta el ojo, se viste, se mira en el espejo y no se gusta ni tantito así. Cierra la puerta del armario para apartar la horrible visión de sus michelines y sus mofletes en el espejo y se dirige a la cocina a coger el carrito de la compra.

Imagen de stockimages, en FreeDigitalPhotos.net
En la frutería de Domingo hay cola, pero no le importa, le gusta estar allí. Ha intentado convencerse a sí misma de que la idea de estarse enamorando de su frutero es completamente absurda, pero en el fondo sabe que no, que está coladita por sus huesos. Por sus huesos, por su pelo negro, por sus manos fuertes, por su espalda ancha y por sus ojos verdes que se le clavan como si supieran lo que está pensando. Trata de no mirarlo demasiado mientras escoge los tomates y los va metiendo en una bolsa uno a uno, agarrándolos con delicadeza y mesurándolos al tiempo que los mete en una bolsa. A veces se para un segundo y devuelve uno al montón. Andrea hace un esfuerzo por no imaginarse esas manos dedicadas a otras tareas, sobre todo porque cuando se las imagina, esas manos se deslizan por sus michelines y entonces la fantasía se va al traste. Domingo levanta la cabeza y la ve. Sonríe.
—Buenos días, Andrea. ¡Qué guapa vienes hoy! ¿Vas a mocear?
Andrea se ríe.
—A mocear voy a ir… a la compra, como siempre.
—Te tengo guardados unos caquis que se te va a hacer la boca agua —Andrea recuerda «ni plátanos, ni uvas, ni frutas tropicales» y se dice que le da igual, que si Domingo le ha guardado unos caquis, se los piensa comer aunque el sábado que viene suba otros trescientos gramos—. Ahora mismito te atiendo.
—No hay prisa.

Remueve con cuidado el café, con leche desnatada y sacarina, para que no se deshaga la espuma y se enciende un cigarrillo. Ángeles extiende la mano para que le pase el mechero cuando termine.
—Eres boba. Boba perdida.
—Mira que eres pesada, Geles —da una calada rápida y suelta el humo antes de seguir—. Para empezar, no tiene el más mínimo interés en mí y para seguir, no le digo nada ni muerta. Porque me va a decir que no y luego, encima, voy a tener que cambiar de frutería, con la fruta tan buena que tiene.
—Claro, que es por eso. Porque no puedes vivir sin sus melocotones.
—Pues no es por eso, pero también. Y no hagas ningún chiste obsceno con el género, que te conozco.
Geles se ríe.
—Y hablando del temita, ¿no me enseñas el dormitorio nuevo?
—¡Ay, claro! ¡Se me había olvidado!
Andrea se levanta y acompaña a Geles hasta su habitación.
—¿Te gusta?
—¡Me encanta! El cabezal de la cama es una maravilla. Queda preciosa la forja pintada de blanco contra el color de la pared. ¿Sabes a quién le iba a encantar?
—¿A quién?
—A Domingo, tienes que enseñársela un día.
—Vete a la porra

 La semana en el trabajo ha sido de las que impelen al suicidio. El servidor se ha caído cuatro veces, han perdido la licitación para la web de turismo de la Comunidad y encima se ha tenido que comer un montón de horas extras que no va a cobrar solucionando marrones que no ha causado ella. Pero es viernes, están a punto de dar las seis y media y no piensa quedarse ni un solo minuto más en la oficina. Apaga el ordenador, coge el bolso y el abrigo y está a punto de salir cuando le suena el móvil.
—Buenas tardes —la voz, con un cierto aire secretarial, le es desconocida— ¿Podría hablar con Andrea Rincón?
—Sí, soy yo.
—La llamo de Muebles Troncoso. ¿Usted compró el mes pasado un conjunto de cama de matrimonio, mesillas de noche, cajonera, librería y galán?
—Pues sí. ¿Hay algún problema?
—No, no. La llamo para comunicarle que ha resultado ganadora de nuestro gran sorteo. Le ha tocado un viaje a Japón para dos personas.
—¡¿Qué me dice?! ¿En serio?
—Completamente en serio. Puede pasar por la tienda a recoger la documentación cuando desee. Ya sabe que nuestro horario es de diez de la mañana a dos de la tarde y de cuatro y media a ocho y media.
—¡Muchísimas gracias! Iré esta misma tarde.
Cuelga el teléfono y llama a Geles inmediatamente.
—Tía, no te lo vas a creer. ¡Nos vamos a Japón!

Domingo está solo en la frutería y aprovecha para poner un poco de orden y reponer el género. Andrea lo observa desde lejos. Está tan ensimismado que no hay peligro de que la descubra. Es guapo, muy guapo, pero en realidad no es eso lo que más le gusta de él. Por supuesto que se fijó primero en su belleza, saltaba a la vista, pero lo que más le atrae es su amabilidad y su alegría. Por mucha cola que haya o por muy apurado que esté siempre tiene para cada cliente una palabra amable, una sonrisa, una receta o una broma. Es simpático, pero no al estilo de esos vendedores chistosillos que se creen muy graciosos y en realidad son unos pesados. Domingo tiene ese sentido del humor rápido e inteligente que tanto le gusta y que le cambia el ánimo por muy abatida que esté. Claro que hoy no es uno de esos días. Hoy está pletórica. El lunes por la mañana Geles y ella se marchan a Japón y, por si fuera poco, aquella mañana la báscula le ha hecho un guiño en verde: kilo y medio menos. Al fin ha bajado de los noventa. Pero la verdad es que está tan contenta que casi le hubiera dado igual haber subido un poquito.
Con un cierto sentimiento de culpa se imagina en el aeropuerto, esperando, no a Geles, sino a Domingo. Él llega corriendo, con una bolsa de viaje al hombro, y le da un beso de esos que se dan en los aeropuertos las parejas de las películas. A lo mejor Geles tiene razón y debería de animarse y decirle algo. Pero no, ni siquiera la euforia del viaje la hace ser tan ilusa. Quizá cuando baje diez o quince kilos… Aparta la idea de su mente y se acerca hasta el mostrador.
—Hola, chico guapo —se sorprende de su propia osadía.
—Hola, chica guapa —él responde con una sonrisa—. ¿Qué horas son estas de venir? ¿No te da vergüenza, tenerme toda la mañana esperando?
—Es que hoy he estado muy atareada.
—¿Y eso?
—Porque el lunes me voy de viaje con una amiga.
—¡Mírala qué bandida! ¿Y a dónde?
—A Japón. Me ha tocado el viaje en un sorteo.
—¡No me digas! Qué suerte, me corroe la envidia. ¿Cuántos días os vais?
—Dos semanas, aunque con los vuelos tan largos solo estaremos allí once días, que tampoco está mal.
—¿Me estás diciendo que me voy a pasar quince días sin verte? Tu crueldad no tiene límites.
Andrea se ríe. Sabe que aquello no es más que amabilidad, pero le gusta escucharlo.
—Bueno, te traeré un regalito para compensarte.
—No esperaba menos. A ver, dime, ¿qué te pongo?

El avión da un salto y se le abren los ojos. No sabe ni qué día es, de la hora ya ni hablar. Geles, a su lado, duerme como una bendita. Han hecho en París una escala de 12 horas que han aprovechado para visitarlo. Era la primera vez que pisaba Francia y, pese al frío y la llovizna de finales de marzo, se ha enamorado de la ciudad. Le han sacado el máximo partido posible al día, pero ahora lo está pagando. Al subir al avión estaba rendida, pero le dolían tanto los pies que cuando un auxiliar de vuelo se llevó su bandeja de la cena le costó un mundo dormirse, pese a que se puso una película especialmente aburrida (que ya había visto) para ayudarse a conciliar el sueño.
Levanta un poco la persiana de su ventanilla y descubre que el cielo arde en un delirio de rosas, naranjas y rojos que se refleja en una inmaculada alfombra de nubes. Los amaneceres en los aviones siempre le han parecido impresionantes y resulta casi inconcebible que muchos cientos de metros más abajo, algún lugar del mundo se despierte a un día lóbrego y gris, probablemente lluvioso. Enciende la pantallita de su asiento y ve en el mapa del GPS que todavía les quedan más de seis horas de vuelo. Suspira, se da la vuelta, se acomoda lo mejor posible en el asiento e intenta dormir.

Andrea se deja caer en la cama y se sobresalta al notar lo mucho que tarda su cuerpo en tocar el colchón. Les han reservado habitación en un precioso hotel tradicional y la cama no se levanta ni dos palmos del suelo. Geles se derrumba a su lado. Están agotadas del viaje, aunque se han pasado gran parte durmiendo.
—No puedo con la vida —la voz de Geles suena como si acabase de despertarse con la peor resaca de la historia—. Ya sé que solo tenemos once días, pero yo necesito descansar un rato.
—Iba a decirte eso mismo —Andrea se incorpora con esfuerzo—. Me doy una ducha y me acuesto. ¿Te parece que durmamos hasta la hora de comer y luego damos un paseo por el Parque Ueno? Creo que es la época de los cerezos en flor.
—Me parece perfecto —Geles alza un poco la voz para que su amiga la escuche desde el baño.
—¡Eh, mira, tienen un váter de esos con calefacción y chorritos!

Le parece increíble que haya pasado ya una semana, pero a la vez tiene la sensación de llevar allí muchísimo más tiempo. Aunque no lo haga a menudo, le encanta viajar y, sin embargo, Japón nunca había estado entre sus prioridades. Ahora no se lo explica. En su mente se agolpan sensaciones intensas e imágenes espectaculares de un paseo en barca bajo millones de flores de cerezo en el Parque Ueno; de la marea humana del cruce de Shibuya, deteniéndose y dispersándose al ritmo que marcan las luces de los semáforos; del carnaval del barrio de Harajuku, que no es ningún carnaval, porque esa gente se viste así de verdad; del atardecer reflejándose en la cumbre nevada del monte Fuji desde el tren bala; del viaje al pasado por las estrechas calles de la isla de Miyajima bajo la lluvia; y el estremecimiento que le recorrió las entrañas al contemplar Hiroshima desde su castillo (destruido en 1945, reconstruido en 1958), y al visitar el cenotafio del Parque de la Paz, monumento a las víctimas o al horror y la estupidez humana. Geles y ella están disfrutando como nunca. El saberse a 11.000 kilómetros de casa, donde absolutamente nadie las conoce les proporciona una sensación de libertad inesperada y, poco a poco, han comenzado, sin proponérselo ni ponerse de acuerdo, a probar cosas nuevas y a hacer otras a las que nunca se habían atrevido. Empezó por tonterías, como probar el sushi (ninguna de las dos era, hasta entonces, muy partidaria de la idea de comer pescado crudo y a las dos les ha encantado) o cantar en un karaoke, pero poco a poco le han ido cogiendo el gustillo. Sobre todo Geles, que la empuja y la hace saltarse continuamente las fronteras invisibles que ella misma se había marcado, hasta el punto de convencerla para ir a un onsen, los baños públicos japoneses, y disfrutar, completamente desnuda y rodeada de gente, de las aguas termales sin preocuparse de sus michelines ni de su celulitis. Lo de hoy es, quizás, demasiado, pero ha decidido no privarse de nada y no es momento de echarse atrás. El camarero deja el plato sobre la mesa con una sonrisa. «Fugu sashi», dice, y les desea buen provecho en un inglés con mucho acento.
—¿De verdad que te lo vas a comer? Mira que como te me mueras te mato.
—Pues claro que sí. No seas tonta, ¿te crees que lo sirven así al buen tuntún? Esto tiene unos controles del gobierno tremendos, no hay ningún peligro.
Como casi todo lo que han comido desde que están allí, el plato parece una obra de arte: finísimas lonchas translúcidas de pez globo dispuestas en forma de flor de crisantemo. Andrea toma el pescado con los palillos y se lo mete en la boca. Es delicioso.
—Prueba un poco, de verdad, está increíble.
—No, paso, paso. Yo con mi unagi estoy más que contenta.
—Mejor, más para mí. Tú te lo pierdes.
Andrea disfruta de la comida, del sake y de la conversación. Geles la ha convencido para comprarse (y ponerse) una minifalda y comprueba, sorprendida, que no se siente mal, que no intenta taparse las piernas con la servilleta. Su yo japonés le encanta.
—¿Qué vamos a hacer mañana en Kyoto, entonces?
—Bueno, el palacio imperial y los templos son lo más famoso de la ciudad y, desde luego, no deberíamos dejar de verlos. Pero ya que estamos aventureras, se me había ocurrido que podíamos hacer un descenso por el río Hozu, que está como a veinte minutos en tren y… ¿Andrea, me estás escuchando? ¿Qué haces con la boca?
—No sé, me noto algo raro, como que se me duermen los labios.
—Ja, ja, ja, muy graciosa.
—No, en serio, noto como cuando te tomas una pastilla de esas para la garganta que tienen un poco de anestésico.
—Estás de coña, ¿no?
—No, no, es totalmente en serio.
La mano de Geles se levanta como un resorte y el amable camarero acude enseguida, con una sonrisa en los labios que se le borra igual de rápido cuando Andrea le explica lo que le pasa.

Cuando llega la ambulancia ya le está empezando a doler la cabeza, se marea y le falta el aire. La cara de pánico de Geles no le ayuda a dominar el suyo, pero lo intenta. Al entrar en urgencias tiene todo el cuerpo dormido y respirar se le hace cada vez más difícil, pese a la máscara de oxígeno. La rodea gente con bata blanca que habla japonés y cuando quiere darse cuenta se la están llevando por un largo pasillo y Geles se queda atrás, en una gran sala de espera con cara de angustia y tristeza absolutas. Antes de desaparecer tras una puerta batiente de doble hoja que se abre a golpe de camilla intenta gritarle que no se preocupe pero descubre, aterrada, que no puede hablar.

El lavado de estómago no ha sido tan desagradable como se imaginaba; apenas ha sentido nada. El carbón activo le ha costado tragarlo; tenía la garganta completamente dormida. El tubo de la máquina de ventilación mecánica ya ni lo nota. «Voy a morirme aquí. Voy a morirme en el quinto pino rodeada de desconocidos y a matar a Geles del trauma. Y encima me voy a morir por idiota, por ir de guay.» Se le cae una lágrima y Geles se la seca con el dorso de la mano. Ella también llora. La médica les ha explicado en inglés que la tetrodotoxina del fugu paraliza los músculos, pero no llega a afectar al cerebro, así que no se pierde la consciencia. «Hasta el final», pensó Andrea. El final. Les han dicho que si pasa las primeras veinticuatro horas se recuperará completamente, lo que no les han contado es cuántos las superan.
—No llores, tonta, que me haces llorar a mí. Te vas a poner bien, ya lo verás. No me puedes hacer volver sola, que ya sabes que no me gusta volar. Mira que eres mala amiga.
Si pudiese sonreír, sonreiría.
Geles habla y habla, intentando animarla, intentando provocar algún tipo de reacción. Y ella lo escucha todo, pero no puede responder. Pasan las horas y Geles se queda sin nada que decir. El silencio va cayendo sobre la habitación y lo único que se escucha es el sonido rítmico de la máquina de ventilación y el bip que va marcando sus débiles pulsaciones. Andrea lamenta su temeridad, pero siente mucho más todo lo que se va a perder. Le gustaba tanto su yo japonés que estaba decidida a llevárselo de vuelta a casa. Había pensado en hacer un gran viaje al año, con Geles o con quien fuera; volver a la piscina, aunque le diera vergüenza ponerse en bañador; y apuntarse a bailes de salón, aunque no tuviese pareja. Quería cantarle las cuarenta a su jefa y dejar de tragarse marrones con la cabeza baja y una sonrisa; dejar de huir del conflicto. Hasta se había planteado invitar a cenar a Domingo. Ante la certeza, la casi certeza de la muerte todo aquello —la vergüenza, el miedo al ridículo— le parece tan absurdo… No hay nada peor que morirte antes de los treinta y darte cuenta de que no has vivido. Quiere luchar, pero no sabe cómo y está tan cansada…

Geles grita «¡Andrea, Andrea, despierta! ¡Por tu madre, no te me mueras!» y la sacude con toda su fuerza. Andrea abre los ojos y siente que su amiga se derrumba sobre ella, deshecha en sollozos. «¡La madre que te parió, no te me vuelvas a dormir!»
—No he podido evitarlo.
Ni siquiera se da cuenta de que lo ha dicho en alto hasta que Geles se incorpora como un resorte y entre risas y más lágrimas llama a gritos «Nurse, nurse!».

Andrea se estira y tantea la mesilla de noche hasta encontrar el móvil y apaga la alarma. El sol se cuela por las rendijas de las persianas y le pinta motitas de luz en la cara. Desea con todas sus fuerzas acurrucarse otro ratito entre las sábanas, pero le revienta la vejiga. Sentada en el váter, observa la báscula y piensa: «Ahí te quedas, chata». Se da una ducha, se seca el pelo, se pinta el ojo, se viste y se echa a la calle.

—¡Hombre, japonesa! ¿Dónde te habías metido?
La sonrisa de Domingo le parece más luminosa que nunca.
—Me lié un poco en Japón, un día de estos te cuento.
—¡Huy, qué misteriosa! Pues nada, nada, dime qué te doy.
—Hoy te traigo una cosa yo a ti —le acerca el paquete, con un kimono de seda cuidadosamente envuelto, por encima del mostrador y él le roza la mano al cogerlo.
—Te has pasado tres pueblos. No tenías que traerme nada.
—Ya lo sé, pero me apetecía. Últimamente hago mucho más las cosas que me apetecen. Y me encanta.
—¿Pero qué te han dado en Japón?
—Si yo te contara… Y hablando de apetecer, ¿te apetece que cenemos esta noche?
—Me apetece mucho. ¿Hace un sushi?
—No, sushi no, por favor.

25 de febrero de 2014

Eso es lo que tú te crees

Álex
El dolor era tan insoportable que estaba segura de que no lo iba a aguantar más, de que se iba a partir por la mitad y entonces, con un último empujón, desapareció. Oyó un llanto lleno de vida y desesperación y vio por primera vez a Álex entre las manos ensangrentadas de la tocóloga. La invadió la felicidad y el cansancio. Todo estaba bien.
                     
Chus
Era una sensación extraña, notar la presión del bisturí mientras cortaba su piel y su carne, pero ningún dolor, aunque de eso ya la habían advertido. Lo que la sorprendió fue el repentino vacío que sintió en el vientre cuando le rompieron la bolsa y por fin Chus vino al mundo. No se esperaba que sería así. Su marido le apretó la mano y le acarició el pelo. Todo estaba bien.

*****                *****                *****

Álex
Se detuvo un momento en el quicio de la puerta para mirar a Álex en la cuna antes de salir de la habitación. Su minúsculo cuerpecillo apenas abultaba bajo la colcha, que se movía levemente al ritmo de su respiración; arriba y abajo, arriba y abajo. Estrellas, lunas, planetas y hasta una nave espacial de luz se reflejaban en el techo, las paredes y la colcha: el primer regalo de Álex, un proyector musical, iluminaba suavemente la habitación. Un cometa verde cruzó la cara de su bebé y, pese al cansancio y la falta de sueño, sintió una oleada de amor que le recorría el cuerpo desde la cabeza hasta los pies.

Chus
Sus manos despegaron con mucho cuidado el último trozo de cinta adhesiva para no romper el precioso papel de regalo desde el que la contemplaban los enormes ojos sonrientes de un montón de gatitos violeta, ositos rosa y conejitos malva. Era el primer regalo de Chus y quería conservar el enorme lazo y el papel de recuerdo. Deshizo las dobleces y descubrió un vestidito rosa palo con el cuerpo bordado en nido de abeja. Era precioso. Lo sujetó por los hombros con el pulgar y el índice de cada mano y lo levantó, extendiendo los brazos y sosteniéndolo a la altura de los ojos para verlo mejor. Aun era un poco grande para Chus, pero cuando llegase el verano le quedaría perfecto. Se la imaginó sentada en su mantita, bajo un árbol del jardín, con su vestidito nuevo y sintió una oleada de amor que le recorría el cuerpo desde la cabeza hasta los pies.

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Álex
—¿Qué pijama prefieres, el de naves espaciales o el de Spiderman?
—¡El de naves! ¡No, el de Spiderman! ¡No, el de naves!
—A ver, decídete por uno y deja de saltar encima de la cama.
—El de naves. ¿Me lees un cuento?
—Bueno, pero uno corto. ¿El de Ratonauta?
—¡Sí, sí! ¡Ratonauta!
—Muy bien, pero te quiero dentro de las sábanas, punto en boca…
—¡Y con los ojos bien cerrados!
—¿Ves cómo te lo sabes de bien cuando quieres? Pues venga, allá voy. Júpiter era un ratón pequeñito. Tenía el pelo pardo, los ojos castaños y una larga cola, como todos los demás ratones, pero también tenía algo especial: Júpiter vivía en un laboratorio científico. Había nacido allí y allí se había criado con sus ocho hermanas y hermanos. El sueño de Júpiter era ir al espacio y todas las noches, cuando las luces del laboratorio se apagaban, contemplaba desde su jaula la luna, las estrellas y los planetas. Lo que no sabía Júpiter…

La suave respiración acompasada de Álex le indicó que se había dormido. Le apartó un mechón de la cara, le dio un beso y salió sin hacer ruido.

Chus
—Siéntate en la cama, que te voy a cepillar el pelo.
—¿Por qué me cepillas el pelo todas las noches si me voy a ir la cama?
—Para que por la mañana lo tengas bonito y brillante como una princesa.
—¿Las princesas se cepillan el pelo todas las noches antes de acostarse?
—Claro, porque tienen que estar muy guapas para encontrar a su príncipe azul.
—Ah, ya… ¿Me cuentas un cuento?
—Te voy a contar uno de una princesa que tenía el pelo, muy largo, muy largo. Pero tienes que estar calladita como una niña buena.
—Vale.
—Había una vez una preciosa princesa que se llamaba Rapunzel a la que una hechicera malvada había encerrado en una torre altísima sin ninguna puerta, para que no pudiera escaparse. Rapunzel tenía una hermosa melena dorada, tan larga, tan larga, que si dejaba caer su trenza desde la ventana de lo más alto de la torre le llegaba casi hasta el suelo. La hechicera iba a verla todos los días, pero como la torre no tenía puerta, le decía a Rapunzel que le lanzase la trenza por la ventana para poder trepar por ella hasta arriba del todo. Un día, el hijo de un rey escuchó cantar a Rapunzel…

La suave respiración acompasada de Chus le indicó que se había dormido. Le apartó un mechón de la cara, le dio un beso y salió sin hacer ruido.

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Álex
Incluso antes de que la puerta del dormitorio se abriese de par en par y entrase Álex en tromba, exclamando a grito pelado «¡Han venido, han venido! ¡Se han comido los polvorones!» ya se le había abierto un ojo, aunque apenas eran las ocho de la mañana y se había acostado bastante tarde. El día de Reyes siempre había sido su favorito del año y, desde que estaba Álex, había vuelto a vivirlo como en la infancia. Se había instituido la tradición de esconder los regalos por toda la casa y Álex corría de un lado a otro, abriendo puertas, vaciando cajones, trepando a las estanterías, metiéndose debajo de las camas y los sofás y llenando la cama de matrimonio de pelusas al subirse de un salto para exhibir cada regalo a medida que los iba encontrando. Este año la cosa había ido rápida y, en poco más de media hora, la habitación parecía un campo de batalla, cubierto de papel de colores desgarrado, lazos deshechos, cajas abiertas y vacías, piezas de Lego esparcidas por la alfombra, varios cómics también desperdigados y un par de patines en línea, cada uno en una esquina. Álex había recibido con especial ilusión el juego de química y se dedicaba a sacar los componentes de la caja uno por uno, admirando los matraces, las probetas, el mechero de alcohol y el intenso azul del sulfato de cobre.
—¿Puedo bajar a casa de Rafa a enseñarle mis regalos?
—Bueno, pero solo un momentito.

Chus
Este año le había sido más difícil que los anteriores escabullirse de la cena para dejar los paquetes debajo del árbol de Navidad sin que Chus se diera cuenta y todavía le había costado mucho más distraerla para que no saliese del comedor a comprobar si Papá Noel había traído ya sus regalos. «No puedes salir todavía. Mira que si lo pillas en plena faena se va a enfadar». Como todas las Nochebuenas, Papá Noel llegaría a las doce, pero ella llevaba un buen rato mirando el reloj sin parar y casi le resultaba imposible estarse quieta en la silla. «¿Habrá llegado ya?», preguntaba cada vez que consultaba la hora. Cuando el carillón anunció que había llegado la medianoche, se levantó como un resorte y salió escopeteada hacia la entrada. Sentada al pie del árbol, iluminada por las luces de colores del abeto sintético, Chus abría un paquete tras otro, poniendo una banda sonora de exclamaciones y aplausos a cada nuevo descubrimiento: la cocina mini-loft, el armario de Barbie, el maletín de maquillaje, el bebé Popolino… Cogió el muñeco y lo abrazó con todas sus fuerzas.
—¿Puedo bajar a casa de Bea a enseñarle mis regalos?
—Bueno, pero solo un momentito.

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Álex
Miró el reloj. Las ocho y veinte. ¿Por qué tendría Álex que tardar siempre tantísimo en vestirse? Apenas quedaban ya coches en el aparcamiento de la piscina y empezaba a sospechar que el suyo sería el último en abandonarlo, como casi siempre. Hacía tanto frío que se veía el aliento aun dentro del coche. Estaba pensando en encenderlo y dejarlo a ralentí para poner la calefacción, cuando se abrió la puerta de atrás y entró Álex, tiritando.
—¿Qué, te has quedado a apagar las luces?
—Es que no encontraba una chancla.
—Te voy a dar yo a ti chancla. Más bien estarías dándole a la lengua. Anda, abróchate el cinturón, que ya sabes que si no, no arranco.

Chus
Como siempre, la clase de gimnasia rítmica terminó con un aplauso que las niñas se daban unas a otras. A través de las grandes cristaleras del gimnasio, miró con orgullo las largas piernas de Chus y con qué elegancia y gracilidad las movía al girar o saltar sobre el tapiz. Era uno de sus placeres secretos: llegar diez minutos antes de la hora de salida para poder contemplarla un ratito desde el coche, sin que ella se diera cuenta. La mirada de Chus se dirigió a la calle, localizó el coche aparcado frente al gimnasio y echó a correr en su dirección, con la bolsa de deportes al hombro, mientras se despedía de sus compañeras con la mano.
—¿Has visto lo alto que lanzo la maza en la segunda dificultad?
—Sí, cariño y no se te ha caído ni una sola vez.
—Tatiana dice que he mejorado mucho.
—Y es verdad.
—¡Madre mía, qué hambre tengo! ¿Me has traído algo para merendar?
—Tienes una manzana ahí en esa bolsa.
—¿Una manzana! ¡Pero es que estoy muerta de hambre!
—Ya sabes lo que dice Tatiana, no te puedes pasar ni medio kilo del peso. Luego vienen las lágrimas. Anda, abróchate el cinturón, que ya sabes que si no, no arranco.

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Álex
Le resultaba increíble que hubiera pasado ya tanto tiempo, pero así era: Álex tenía dieciséis años, empezaba el bachillerato y en dos años se marcharía de casa para ir a la universidad. Le daba vueltas la cabeza solo de pensarlo. El ruido de las llaves en la cerradura y la puerta de la calle al abrirse anunció que Álex había llegado.
—¡Ya estoy en casa!
—¡Pues sí que has llegado pronto! ¿Qué tal ha ido?
—¡Genial, me ha tocado en clase con Rafa!
—¿Y tenéis tutor o tutora?
—Tutora. Nos ha tocado Fina, ¡lo que yo quería!
—¿Fina qué era, la que da historia?
—Física y química… Este año ya no tengo historia, que voy por ciencias y tecnología. No te enteras.
—Bueno y qué tal, ¿es tan buena como dicen?
—Pues sí, es genial. Muy maja y no nos ha metido nada de caña. Pero bueno, hoy solo era la presentación, ya se verá.
—¿Y quién más os ha tocado?
—Pues otra vez Planas en biología y Manuela en educación física, o sea que guay. El resto no me ha dado nunca clase, pero en mates tenemos a Alarcón, que tiene una fama de hueso que te cagas.
—¡Qué finura, qué elegancia en el hablar!
—¡Boh! Pues una fama de hueso que flipas.
—Y qué, ¿te han dado la lista de libros? ¿Cuántos millones me tengo que gastar este año?

Chus
El delicioso olor del sofrito para la paella comenzaba a inundar la cocina cuando sonó el timbre del portero automático. Dejó el cuchillo sobre la tabla de madera en la que estaba cortando los tomates para la ensalada y, limpiándose las manos con un paño, fue a contestar. Era Chus, que volvía del instituto y se había dejado las llaves. Salió a la entrada, dejó la puerta del piso entreabierta y cerró la de la cocina tras de sí para que no saliese el olor a comida al resto de la casa. Enseguida oyó a su hija entrar e ir a dejar las cosas a su habitación antes de dirigirse a la cocina.
—¡Hola! ¡Qué bien huele!
—Si bien huele, mejor sabrá. ¿No me das un beso?
—No me has dado tiempo.
—Anda, ve poniendo la mesa, por favor. ¿Qué tal ha ido?
—Bien, el tutor es majo. Bueno, parece. De los profesores no conozco a casi ninguno, pero creo que no me ha tocado ningún hueso.
—¿Y Bea?
—No nos ha tocado juntas, porque ella va por humanidades y yo por ciencias, pero su clase está enfrente de la mía, así que guay. Nos veremos en todos los cambios de clase y tal.
—Bueno, ¿y hay algún chico guapo en clase?
—No, en clase no hay gran cosa, la verdad.
—También es mala suerte.
—Pero hay uno guapísimo en 2º C: alto, morenito, así con pinta de surfero. Se llama Óscar. Me lo ha dicho Bea, que su hermano lo conoce.
—Pues a ver si te lo presenta, ¿no?
—¡Ay, sí! ¡Es tan guapo! Pero bueno, no sé, ya se verá, que queda mucho curso.
—Y qué, ¿te han dado la lista de libros? ¿Cuántos millones me tengo que gastar este año?

*****                *****                *****

Álex
El trato había sido que si sacaba matrícula de honor le pagaban el carnet de conducir y la había sacado. Nunca había estudiado tanto en su vida, pero había valido la pena y no tanto por lo del carnet, sino por la indescriptible sensación de orgullo y euforia al recoger las notas en secretaría. El instituto quedaba bastante cerca de su casa, pero le gustaba tanto conducir y le hacía tanta ilusión que pidió el coche en casa para ir con Rafa a ver las notas de la selectividad. No es que se jugase gran cosa, no le cabía duda de que iba a aprobar y la nota de corte de Físicas era muy baja, pero se había propuesto que no le bajase la media de nueve y ahora le empezaban a entrar las inseguridades.
Como ya no había clases, el aparcamiento del instituto estaba medio vacío, así que dejaron el coche a la misma puerta. No se podía decir lo mismo del tablón de anuncios, que estaba rodeado de una masa de estudiantes que se agolpaban para ver sus notas. Rafa se abrió paso entre la multitud. Apenas lograba distinguir su pelo moreno y lacio entre el barullo de cabezas cuando le llegaron sus gritos.
—¡Hemos aprobado! ¡Y me da la media para teleco!
—¿Qué media me queda a mí?
—¡Un 9,25, pedazo de monstruo!
Álex volvió a llenarse de orgullo y euforia y, apartando un par de personas más, llegó hasta su amigo.
—¡Choca esos cinco, chaval!
—¡Toma, toma y toma! ¡Nos vamos a la universidad!

Chus
Las tripas se le iban llenando cada vez de más ciempiés bailando claqué a medida que se iban aproximando al instituto. Chus era muy buena estudiante y todos se reían de ella cuando decía que tenía miedo de haber suspendido la selectividad, pero había estado muy nerviosa durante los exámenes y ya ni se acordaba de lo que había escrito. Por no hablar de sus eternas inseguridades, que le estaban pasando factura. Bea caminaba a su lado, parloteando alegremente: estaba segura de aprobar y filología no tenía nota de corte, así que para ella aquello era un mero trámite.
—Tía, alegra esa cara, que parece que vas al matadero en vez de al instituto.
—Es que como suspenda me muero, Bea.
—¡¿Pero qué vas a suspender?! Anda, para ya con eso.
—Es que como tenga que ir a septiembre y me quede sin plaza en magisterio y no pueda ir a la universidad con Óscar me da algo. ¡Me da algo!
—Bueno, pero podrías hacer biología, que era lo que querías en primero, y en biología siempre hay plazas.
—Sí, pero entonces no podría estar con Óscar
—Cómo sois, parecéis siameses.
—¡Siameses! ¿Te ha parecido poco todo este curso separados, sin vernos más que los fines de semana?
—De eso no se ha muerto nadie, mujer.
—No, morirse no se han muerto, ¿pero cuántas parejas siguen juntas yendo a distintas universidades?
—Bueno, pues lo vamos a saber ahora mismito.
Entraron al vestíbulo del instituto, casi vacío, salvo por tres chicas y dos chicos que consultaban las notas de la selectividad en el tablón de anuncios.
—Míralas tú, que yo no quiero ni verlas.
—¡Hemos aprobado las dos!
—¡Toma, toma y toma! ¡Nos vamos a la universidad!

*****                *****                *****

Álex
Le temblaban las rodillas, las manos y todo el cuerpo en general. Habían sido dos años de esfuerzo, horas y horas de trabajo, noches sin dormir y disgustos, y al fin había llegado la hora de la verdad. Sentía que aquel era el día más importante de su vida, que todo dependía de aquel momento: su doctorado, su beca para investigar la presencia de planetas extrasolares en la Agencia Espacial Europea, quedarse en España o marcharse a Noordwijk… su futuro. Nunca había tenido pánico escénico, pero tampoco había defendido nunca una tesis. Le asaltaron pensamientos terribles y se vio mirando con cara de idiota al tribunal, sin saber responder a las preguntas que le hacían. El temblor de las manos era casi incontrolable. Miró el reloj. Era la hora. Respiró hondo y subió al estrado con las manos en los bolsillos para hacer algo con ellas.
La presidenta del tribunal explicó el procedimiento que tan bien conocía, le advirtió del tiempo de que disponía para su exposición inicial y le concedió la palabra. Justo antes de empezar a hablar, buscó entre las gradas del aula magna los ojos que le transmitían cariño y tranquilidad —su madre, su padre, Rafa, sus demás amistades— y sintió que la bola de plomo que tenía en el estómago se deshacía de pronto. El miedo se había desvanecido.

Chus
Su cuerpo no le avisó. Estaba tan tranquila, aprovechando el recreo para corregir exámenes, cuando notó una patada fuerte en el vientre y agua tibia corriendo por sus muslos. Se asustó por lo inesperado —aun faltaban tres semanas— y por lo inoportuno —no tenía ropa para cambiarse, ni la bolsa del bebé, ni nada de nada— y se quedó paralizada, sin saber qué hacer, salvo mirar la mancha oscura que se le iba extendiendo por los pantalones premamá que tanto odiaba. La sacó de su estupor la voz de su compañera Susana: «Chus, ¿te encuentras bien?». Fue como un interruptor que activase un mecanismo oculto y le entró el pánico. Empezó a dar vueltas por la sala de profesores repitiendo cosas como «He roto aguas», «No encuentro nada», «Tengo que irme a casa» o «¿Dónde he dejado las llaves del coche?». Óscar tenía el teléfono apagado y, en su nerviosismo, se empeñaba en coger el coche para ir a casa a recoger las cosas para el hospital. Susana consiguió convencerla para que la dejase llevarla en el suyo y se calmó un poquito pero seguía teniendo el estómago lleno de mariposas. Y no eran de las buenas. Sentada en el Opel Astra de Susana sintió la primera contracción y volvió el pánico. Llamó a Óscar por enésima vez: «El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura». Susana intentaba tranquilizarla hablándole suavemente de lo bien que iba a ir todo y lo preciosísimo que iba a ser su bebé. Funcionaba, pero poco. De pronto, las voces de Sonny y Cher salieron de su móvil —I got you, babe. I got you, babe.— y la sonrisa de Óscar la miró desde la pantalla. El miedo se había desvanecido.

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Álex y Chus
Álex encontró sitio para aparcar a la misma puerta, no se podía creer su suerte. Había querido aprovechar las vacaciones para que la viese su ginecóloga de toda la vida. Su madre se reía de ella y le preguntaba si no había ginecólogas en Noordwijk, pero la Dra. Vázquez llevaba atendiéndola desde los trece años y había atendido a todas las mujeres de su familia, así que no quería dejarla. La enfermera la recibió con una sonrisa en los labios, como siempre, y la hizo pasar a la sala de espera. «Lo siento, hoy lleva un poco de retraso.»
En la sala había dos mujeres, una señora de mediana edad y una chica más o menos de la suya, que lucía una hermosa barriga de embarazada. Saludó y paseo la mirada por la mesa de centro buscando entre la prensa desperdigada por ella alguna que le interesase. Entre las consabidas revistas de cotilleo, de bebés y de decoración localizó una de viajes con una increíble foto del Kilimanjaro, con su cumbre nevada, en la portada y la cogió antes de sentarse a esperar. Se deleitaba en mirar las fotos y recordar su viaje a Tanzania, pero las otras dos mujeres empezaron a charlar y su conversación atrajo su atención.

—¿Pero cómo va a ser el tercero? ¡Eso es imposible, con lo joven que eres!
—¡Ay, muchas gracias, pero ya no soy tan joven!
—No puedes tener más de treinta años.
—Acabo de cumplirlos.
—Pues chica, qué ánimos tenéis. Yo con dos ya tuve bastante.
—Dan trabajo, sí. Y ahora con la barriga, el cansancio y el sueño. Menos mal que se ha terminado el curso, porque ya no podía más.
—¿Eres profesora?
—Era. He decidido dejarlo para cuidar de los niños. El sueldo de Óscar, mi marido, nos llega y al final, pagando dos cuotas de guardería casi no nos compensa que trabaje yo, para que al final los niños se pasen el día con desconocidos o con los abuelos.
—¿Y no te da pena dejar de enseñar?
—Bueno, un poco. Me gusta mucho trabajar con niños. Pero siempre quise ser madre y va a ser muy bonito poder dedicarme a cuidar de los míos. Al fin y al cabo, la decisión la he tomado yo libremente.